Cuarenta años después de la avalancha que arrasó Armero y dejó cerca de 25.000 muertos, el antiguo municipio tolimense volvió a llenarse de visitantes, sobrevivientes y autoridades que acudieron este jueves a honrar la memoria de las víctimas. Aunque ningún habitante reside allí desde 1985, las calles volvieron a tener tránsito peatonal, vendedores y una atmósfera que evocó el movimiento que caracterizó a la desaparecida “ciudad blanca”.
El 13 de noviembre de aquel año, la erupción del Nevado del Ruiz desencadenó el deshielo del cráter Arenas y provocó una avalancha que descendió con fuerza por los ríos Gualí y Lagunilla. La mezcla de agua, lodo y piedras sepultó en minutos a uno de los municipios más prósperos del norte del Tolima. Aunque durante todo el día había caído ceniza sobre la zona, la falta de información clara impidió que la población evacuara, dando paso a una de las peores tragedias naturales del país.
Este jueves, la memoria colectiva volvió a encenderse. Las lápidas simbólicas recibieron flores, los helicópteros sobrevolaron el territorio y las estaciones informativas —instaladas en los últimos años para preservar la historia del antiguo municipio— sirvieron de guía para quienes recorrieron las ruinas entre la vegetación que hoy domina el lugar.
Homenajes oficiales y un territorio que pide cuidado
El acto principal estuvo liderado por el Gobierno nacional e incluyó presencia del Ministerio de Cultura, la UNGRD, el ICBF, el Servicio Geológico y autoridades locales. La misa central, celebrada al mediodía, reunió a cientos de asistentes bajo el fuerte sol de la región. Muchos se acercaron a la estatua de Juan Pablo II, recordando la visita que el pontífice hizo al lugar en 1986.
Tras la ceremonia, un helicóptero de la Fuerza Aérea lanzó pétalos de rosa sobre el antiguo casco urbano, un gesto que se ha vuelto tradición en cada aniversario de la tragedia. El enorme flujo de personas recreó por un momento la vitalidad que un día caracterizó al municipio.
Pero entre los homenajes también surgieron reclamos. Ismael Quiroga, sobreviviente que perdió a cerca de 30 familiares, lamentó el deterioro del terreno. Mientras pintaba la lápida con los nombres de sus tíos, señalaba la vegetación que invade muros, aceras y espacios que en otro tiempo fueron símbolo de prosperidad agrícola.
Francisco González, director de la Fundación Armando Armero, insiste en que el lugar tiene potencial para convertirse en un sitio histórico de referencia, comparable con una “Pompeya sudamericana”, pero reconoce que el camino aún es largo.
Memoria y resistencia entre las familias
Yaneth Rivera, quien perdió a diez familiares en 1985, lideró la elaboración del “Sendero de la fe”, un recorrido de imágenes religiosas pintadas sobre troncos de árboles. Asegura que el homenaje es significativo, pero critica la falta de mantenimiento permanente. “A veces parece un bosque abandonado”, afirma.
Otras familias, como los Bohórquez Silva, regresaron sin la carga del duelo. Ninguno de sus miembros sufrió heridas durante la avalancha y su vivienda fue una de las pocas que permaneció intacta. Para ellos, volver representa más un reencuentro que una ceremonia solemne. William y Cristina, los hermanos mayores, recuerdan cómo sus padres resistieron dentro de la casa durante dos días, aislados por el lodo, hasta ser evacuados. Hoy buscan mantener en pie lo que queda de su antiguo hogar para acompañar a su padre, don Julio, en sus visitas al que sigue considerando su lugar en el mundo.
Un territorio que sigue hablando
Cuatro décadas después, Armero continúa siendo un punto de reflexión sobre la fragilidad humana, la gestión del riesgo y la persistencia de la memoria. El territorio, cubierto ahora por pasto y árboles, convive con placas, cruces y relatos que se niegan a desaparecer.
Este aniversario no solo recordó la magnitud de la tragedia, sino también la necesidad de preservar lo que queda del antiguo municipio para que las nuevas generaciones comprendan la historia que marcó al país.

